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jueves, 31 de enero de 2019

LA CONQUISTA DEL OESTE

(How the West was won, 1962)

Dirección: John Ford, Henry Hathaway, George Marshall y Richard Thorpe
Guion: James R. Webb

Reparto:
Carroll Baker: Eve Prescott
Lee J. Cobb: Marshall Lou Ramsey
Henry Fonda: Jethro Stuart
Carolyn Jones: Julie Rawlings
Karl Malden: Zebulon Prescott
Gregory Peck: Cleve Van Valen
George Peppard: Zeb Rawlings
Robert Preston: Roger Morgan
Debbie Reynolds: Lilith Prescott
James Stewart: Linus Rawlings
Spencer Tracy: Narrador
Eli Wallach: Charlie Gant
John Wayne: General Sherman
Richard Widmark: Mike King

Música: Alfred Newman.
Productora: Metro-Goldwyn-Mayer. 

Por Jesús Cendón. NOTA: 7’5.

“Fue la herencia de un pueblo libre para soñar, libre para crear, libre para fraguar su propio destino”.


A comienzos de los años sesenta, con las grandes majors en plena crisis iniciada en la década anterior, tanto la Metro Goldwyn Mayer como la Twenthy Century Fox emplearon todos sus recursos en la filmación de dos grandes y costosísimas superproducciones con un triple objetivo: recuperar el esplendor pretérito del Hollywood clásico, hacer frente a la competencia creciente de la televisión (la década de los sesenta se caracterizaría por este tipo de filmes que pretendía devolver al público a las salas de cine) y mostrar al mundo que ambas productoras aún gozaban de una esplendida salud.



El resultado fueron “La conquista del Oeste” y “El día más largo”, dos películas gigantescas, técnicamente deslumbrantes (la primera obtuvo ocho nominaciones en la ceremonia de los Oscars de 1963, ganando entre otros los relativos al mejor montaje y mejor sonido; mientras que la segunda ganó en 1962, dos de los cinco a los que optaba, los correspondientes a mejor fotografía y efectos especiales), de muy larga duración (164 y 180 minutos respectivamente), presupuestos holgados (la segunda contó con un presupuesto estimado de 10 millones de dólares, mientras que la primera la superó en un cincuenta por ciento), con un elenco de actores espectacular no visto hasta ese momento en la gran pantalla y con la participación de varios directores fiables ocupándose de cada uno de los episodios en los que se estructuraban ambas cintas.



ARGUMENTO: Historia de los EEUU desde 1830 hasta 1890 narrada a través de tres generaciones de la familia Prescott.



La Metro Goldwyn Mayer abordó el proyecto de “La conquista del Oeste” como un gran homenaje al género cinematográfico por excelencia en un momento en el que empezaba su lento declive y comenzaba a cuestionarse la visión que de la construcción de los EEUU había mostrado hasta entonces Hollywood, proliferando a partir de esta fecha los denominados wésterns revisionistas y desmitificadores (1).



Para ello encargó la elaboración del guion a James R. Webb, un reputado escritor especialista en el género (2). Este, partiendo de un conjunto de relatos previamente publicados en la revista LIFE, escribió un libreto que contenía los principales personajes, situaciones y temas desarrollados a los largo de casi seis décadas por el wéstern, constituyendo, de esta forma, la película una especie de enciclopedia visual del género. Una empresa titánica de la que obtuvo su recompensa al ganar el Oscar al mejor guion original.



La Metro, además, quiso dotar de solemnidad a la gran epopeya narrada rodando el filme en Cinerama, una técnica nunca empleada hasta ese momento consistente en la grabación sincronizada de tres cámaras cuyas líneas de unión posteriormente se fundían consiguiendo una mayor amplitud y sensación envolvente una vez proyectado el filme en salas con pantallas ligeramente cóncavas. Sin embargo, el sistema, por otra parte costosísimo, originó innumerables problemas (los actores en ocasiones no sabían a qué cámara dirigirse, no todas las salas de cine contaban con las pantallas adecuadas, el formato condicionaba la composición de los planos, etcétera) por lo que no consiguió consolidarse y se rodaron muy pocos filmes en Cinerama (ese mismo año la Metro también produjo ”El maravilloso mundo de los hermanos Grimm”), siendo definitivamente desplazado por el Super Panavisión 70 y el Ultra Panavisión 70, formatos igualmente panorámicos pero sin los contratiempos originados por aquel.



Igualmente destacable es la banda sonora compuesta por Alfred Newman (3), que fue derrotada en la ceremonia de los Oscar por la escrita por John Addison para “Tom Jones”. Cuenta con un tema principal extraordinario y épico con el que se identifica al género, además de varios incidentales muy apropiados y otros tradicionales muy bien escogidos en relación con los acontecimientos narrados (“Shenandoah”, “A house in the meadow”, “When Johnny comes marching home”).



Para redondear la empresa la Metro consiguió un extensísimo reparto plagado de grandes estrellas como Henry Fonda, Gregory Peck, James Stewart, John Wayne o Richard Widmark; a los que acompañaron secundarios de la talla de Walter Brennan, Lee J. Cobb, Karl Malden, Agnes Moorehead, Robert Preston, Thelma Ritter, Lee Van Cleef y Eli Wallach y grandes promesas de la época como Carroll Baker, George Peppard, Debbie Reynolds o Russ Tamblyn. Incluso se contó con un narrador de lujo, Spencer Tracy.



La posibilidad de reunir a tal cantidad de interpretes se debió a la propia estructura de la película con cinco capítulos claramente diferenciados que en realidad se concibieron como pequeños filmes dentro de la misma. Cada uno de ellos, salvo el dedicado a la Guerra de Secesión, incluyó además una escena culmen en la que el espectador podía apreciar y sentir el adelanto tecnológico; y fueron filmados por directores diferentes. Así Henry Hathaway, gran cineasta pero escasamente valorado, se ocupo de los dos primeros (Los ríos y Las llanuras) y el último (Los forajidos). Sorprendentemente se encargó el cuarto (El ferrocarril) a George Marshall, un cineasta discreto especializado en películas de bajo presupuesto. Mientras que el episodio de la Guerra Civil, sin duda el mejor, fue obra de John Ford. Además se dispuso de Richard Thorpe, un hombre de total confianza de la casa, para filmar las escenas que engarzaban los distintos capítulos con las que se pretendía dar una sensación de conjunto y para las que, incluso, se tomaron secuencias de otros filmes como “El árbol de la vida” (Edward Dmytryk, 1957) o “El Alamo” (John Wayne, 1960).

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LOS RÍOS

“Mis padres deseaban tener una granja en el Oeste y llegaron aquí. A mí me parece que es voluntad del Señor que me establezca aquí” Eva Prescott a Linus Rawlings.


Primero de los tres episodios a cargo de Henry Hathaway que cuenta como antecedentes destacados, entre otros, a “Río de sangre” (Howard Hawks, 1952) y “Más allá del Missouri” (William Wellman, 1951) por la época en la que se desarrolla, los personajes protagonistas y la temática abordada; y a “Río sin retorno” (Otto Preminger, 1954) y “Horizontes azules” (Rudolph Maté, 1955) por el protagonismo otorgado al río.



En él nos vamos a encontrar por una parte con Linus Rawlings, al que dio vida un maduro James Stewart, como representante de los “mountain man”. Hombres solitarios, nómadas, fanfarrones, profundamente libres, dedicados a la caza y respetuosos con el medio ambiente que vivían en paz con los pieles rojas. Personajes contradictorios y, en cierta forma, trágicos ya que desprecian los convencionalismos sociales pero al mismo tiempo se convertirán en punta de lanza de esa civilización que transformará la naturaleza y acabará con su forma de vida.



Por otra parte tenemos a la familia Prescott (extraordinario el travelling inicial anterior a su presentación) símbolo de los primeros pioneros que con gran determinación se adentraron en terrenos inexplorados utilizando los ríos como vía fundamental de transporte. Estamos ante una familia de puritanos temerosa de Dios, con lo que se introduce el elemento religioso y se reviste de un tono místico a la epopeya de la conquista del Oeste identificada con la tierra de promisión; noción acentuada con varios temas musicales en los que se hace hincapié en “the promise land”. Incluso esta idea se ve reforzada por los nombres bíblicos de sus componentes. La madre (Agnes Moorehead) se llama Rebeca y las hijas Eva (soñadora y romántica que se asentará en un paraje solitario como la primera mujer) y Lilit (más apegada a las posesiones terrenales quien, al igual que en la Biblia, abandonará el “paraíso” para instalarse en las ciudades pecaminosas del este, en concreto San Luis).



Además la familia Prescott personifica la concepción luterana del trabajo como forma de honrar al Señor, afianzándose de esta forma la tesis de que esta ética construyó el sistema moral de la sociedad estadounidense.



Por último, y como en todos los capítulos, se nos ofrece una escena, en este caso el trágico descenso por los rápidos del río, pensada para mostrar al espectador las bondades del nuevo sistema en la que por dos veces la cámara, situada en la embarcación, realiza un giro de 180 grados.  

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LAS PRADERAS

“Siempre he deseado casarme con un hombre que tuviera dinero. Comprendo que él quiera casarse con una mujer rica. Quizás seremos pobres toda la vida pero no nos gusta serlo” Lilith Prescott hablando de Cleve Van Valen a un pretendiente.


Segundo de los tres episodios rodados por Hathaway. En esta ocasión las referencias son múltiples. Desde “El caballero del Mississippi” (Rudolph Maté, 1953), “Horizontes lejanos” (Anthony Mann, 1952) o la primera parte de “Los comancheros” (Michael Curtiz, 1961) respecto a las escenas rodadas en San Luis y en un vapor de ruedas del Mississippi; hasta “La gran jornada” (Raoul Walsh, 1930), el inicio de “Río Rojo” (Howard Hawks, 1948), “Caravana de paz” (John Ford, 1950), “Caravana de mujeres” (William Wellman, 1951) o “Dos cabalgan juntos” (John Ford, 1961) en las secuencias sobre la expedición al Oeste.



El episodio arranca con Lilith, una sobresaliente Debbie Reynolds, en la libertina San Luis trabajando como corista. Allí conocerá Cleve Van Valen (4), intrepretado por Gregory Peck, un caradura vividor, jugador de póker, tan escaso de escrúpulos como de dinero y gran amante de los placeres de la vida, con el que Lilith terminará por compartir su vida.



El carácter de ambos personajes, junto con el de algunos secundarios como el interpretado por Thelma Ritter (una mujer madura deseosa de encontrar un marido), determina el tono más ligero tendente a la farsa de este capítulo de la película, aunque todo el episodio constituya un canto a la tenacidad, determinación y fortaleza de los colonos, capaces de superar los innumerables obstáculos surgidos a lo largo del camino hasta alcanzar las anheladas tierras del Oeste; así como, en su parte final, al espíritu emprendedor de los estadounidenses inspirador de la construcción del país.



La escena culmen de este episodio es el ataque de los pieles rojas al convoy, en el que participaron alrededor de trescientos cincuenta cheyennes, que está magníficamente dirigida y montada. Junto a ella destaca la capacidad de síntesis de Hathaway y su perfecta utilización de la elipsis narrativa. 

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LA GUERRA CIVIL

“No es lo que pensaba. Es horrible contemplar el espectáculo de tantos hombres muertos” El soldado Zebulon Rawlings a un desertor sudista.


Episodio dirigido por John Ford que constituye una pequeña obra maestra, para mí casi a la altura de sus mejores trabajos, de algo más de veinte minutos en el que muestra su genialidad al utilizar un formato pensado para grandes superproducciones en un capítulo marcadamente intimista y sombrío, en consonancia con el tema tratado, y rodado, en su mayor parte, en los estudios de la Metro.



Para ello estructura el capítulo en dos partes y un pequeño epílogo.



En la primera nos volvemos a encontrarnos con Eva Prescott, ahora casada con Linus, madre de dos hijos y propietaria de una granja, y en ella aborda uno de sus temas más recurrentes: la familia, y en concreto, como había hecho anteriormente en “¡Qué verde era mi valle!” (1941) o “Río Grande” (1953), la destrucción del núcleo familiar por causas exógenas, en este caso la Guerra Civil. Son escasos minutos pero de una gran emotividad en los que muestra el profundo dolor hasta llegar al desgarro interno de una madre que ve cómo la guerra, que ya le ha arrebatado a su marido, se lleva también a Zeb, su hijo mayor. Y son los pequeños detalles de esa mujer destrozada los que revelan el genio de Ford. Así Eva se preocupará por zurcir los calcetines y lavar las camisas de su hijo, posteriormente le arreglará el lazo de la corbata y, por último, apoyará su brazo vencido en el hombro de su vástago.



En la segunda Ford trata otro de sus temas habituales, el horror que sentía por la guerra y su rechazo a la misma. Nos encontramos con un Zeb más realista que ha visto la verdadera cara a un conflicto bélico, inicialmente entendido como una aventura, tras participar en Shiloh (la batalla más sangrienta de los EEUU hasta ese momento). La guerra, para el director, es el fracaso de la civilización, en ella no existe espacio para la épica porque tan sólo es muerte, dolor y desolación. Ford únicamente necesita tres cortas escenas para mostrárnoslo: el improvisado hospital de campaña con hombres destrozados y un médico superado por los acontecimientos que exclusivamente puede amputar los miembros a algunos soldados y certificar la muerte de otros, el plano en el que los cuerpos apilados de los militares son enterrados en cal y la previa a la conversación entre Zeb y un soldado sudista con un río tintado de rojo por la sangre de tantos hombre muertos en plena juventud. En esta parte John Wayne aparece, en una pequeña colaboración, como el general Sherman.




El corto epílogo nos muestra a Zeb de regreso a la granja. Es un joven al que los luctuosos acontecimientos vividos le han alejado del chaval que abandonó su hogar al comienzo de la guerra y comprenderá, tras la muerte de sus progenitores, su falta de vínculos con el pequeño rancho, marchando en busca de su lugar en la vida.

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EL FERROCARRIL

“Mira a esa pobre gente, la mitad procedente de Europa. Llegar hasta aquí les ha costado mucho y seguirán adelante. Y sabes por qué, porque están dispuestos a cambiar sus costumbres. Los arapahoes deberán hacer lo mismo” Mike King, director del ferrocarril, al teniente Zeb Rawlings.


Capítulo dirigido por George Marshall dedicado a la construcción de ferrocarril, elemento decisivo en la modernización y vertebración del país. Muchos son los wésterns que directa o indirectamente se han aproximado a este tema de entre los que destaca, sin duda, “Union Pacific” (Cecil B. DeMille, 1939); así como, abordando la misma cuestión pero centrado en la construcción del telégrafo, “Espíritu de conquista” (Fritz Lang, 1941).



Es el único episodio en el que se atisba cierta crítica a la construcción de los EEUU por los anglosajones ya que esta se llevó a cabo a costa de aniquilar a los habitantes originarios de esos territorios, los pieles rojas. Así nos muestra a un hombre blanco, representado en un excelente Richard Widmark como el despótico y desalmado director del ferrocarril pero al mismo tiempo necesario para hacer avanzar el país, que traicionará la palabra dada a los indios modificando la ruta del caballo de hierro y rompiendo el tratado firmado; además de acabar con los búfalos, animal imprescindible para la cultura de las praderas, al contratar a cazadores, uno de ellos interpretado por Henry Fonda, para proveer de carne a los trabajadores de la línea férrea.



El ferrocarril por tanto se convierte en símbolo del desarrollo del capitalismo pero, al mismo tiempo, del fin de una cultura; idea plasmada en el último plano con King aferrado al exterior de la locomotora mientras esta avanza inexorablemente.



Este pasaje cuenta como escena culminante en la que se explotan las ventajas del Cinerama la estampida de bisontes provocada por los indios que destrozará el campamento del hombre blanco. Para poner en pie la secuencia, rodada por Henry Hathaway, se utilizaron alrededor de dos mil bisontes guiados por cowboys profesionales.

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LOS FORAJIDOS

“¿Cree que aún tenemos la ley en el cañón del revólver? Mire Zeb, ahí está la ley con todos sus decretos, con todos sus… Debemos acatar al juez del distrito”. El sheriff Lou Ramsey a Zeb Rawlings.


Último episodio en el que de nuevo la dirección corrió a cargo de Hathaway. En la introducción al mismo se analizan las consecuencias, no siempre favorables, de la expansión hacia al Oeste gracias al ferrocarril. Así se asentarán en las nuevas tierras granjeros y ovejeros quienes chocaran con los grandes ganaderos, estallando el conflicto entre ellos. Además, con el incremento de la riqueza, aumentará la violencia y el bandidaje. Los  wésterns que han tratado estos temas son innumerables pero quizás con el que presenta más similitudes este segmento, incluido el final con un tiroteo en un tren, sea “Dodge City” (Michael Curtiz, 1939).



Nos encontramos, pues, en la última fase de la formación del país. Una época en la que, como señala el Marshall Lou Ramsey, los grandes pistoleros han desaparecido (Jesse James, Doc Holliday, los Clanton, los Younger) y los indios ya no constituyen una amenaza. La “civilización”, por fin, se ha asentado en el Oeste.



Zeb, que tras dejar el ejército llevó prendida en su pecho la estrella de latón durante una temporada, decide aceptar la propuesta de tía Lilith y explotar el rancho de su propiedad; pero antes, como le sucedió a Link Jones en “El hombre del Oeste” (Anthony Mann, 1958), deberá acabar definitivamente con su pasado encarnado en Charlie Gant, magnífico Eli Wallach (5), un pistolero con el que tiene una cuenta pendiente al haber acabado el exsheriff con su hermano.



Hathaway nos regala en este episodio otra escena espectacular con el enfrentamiento entre Zeb y la banda de Gant en el tren que culmina con su descarrilamiento; así como, una imágenes bellísimas del Monument Valley en las que saca un gran partido al nuevo sistema.


“La conquista del Oeste”, sin ser una obra maestra ni tan siquiera un wéstern original, constituye un monumental fresco sobre el mito fundacional de una nación en un mundo nuevo, en un territorio virgen y sin explorar; y de los hombres y mujeres que, con su arrojo y determinación, lo hicieron posible convirtiendo a los EEUU en la primera potencia mundial. Una película, concebida como un compendio cinematográfico del wéstern, indispensable para todo aquel que quiera acercarse y conocer este género.


(1) Curiosamente, aunque quizás no fuese una coincidencia, en 1962 se estrenarían dos wésterns clave para la evolución del género. “El hombre que mató a Liberty Valance”, dirigida por John Ford, una lúcida y amarga reflexión sobre la invención de leyendas en las que se fundamentó la creación de los EEUU; y “Duelo en la alta sierra”, de Sam Peckinpah, un modélico wéstern crepuscular en el que se retrataba un Oeste sin cabida para los viejos e idealistas cow-boys.

(2) De la pluma de Webb nacieron, entre otros y por citar sólo algunos títulos ambientados en el Far-west, los libretos para “Apache” y “Veracruz”, ambas dirigidas por Robert Aldrich en 1954, “Horizontes de grandeza” (William Wyler, 1958) o “El gran combate”, último wéstern dirigido por John Ford en 1964 adscrito a la corriente revisionista.

(3) Menos recordado que otros compositores como Max Steiner, Dimitri Tiomkin o Elmer Bernstein, Alfred Newman, por su aportación, fue uno de los grandes músicos de Hollywood. Obtuvo el Oscar en nueve ocasiones y estuvo nominado a la estatuilla cuarenta y seis veces, veinte de ellas entre 1936 y 1956.

(4) Las alusiones a los EE.UU. como tierra de inmigrantes son constantes en el filme. Así, por ejemplo, en la primera parte la familia Prescott entabla amistad con otra familia de origen escocés; en “Las praderas” el apellido del personaje interpretado por Gregory Peck, Van Valen, remite a Europa Central, mientras que en otra escena se ve trabajar a asiáticos en una mina; por último, en el episodio titulado “El ferrocarril” se alude a los inmigrantes europeos a los que se llega a ver en un breve plano.

(5) Su gran interpretación en esta película fue determinante para que Sergio Leone le ofreciera el papel de Tuco en “El bueno, el feo y el malo”.

jueves, 10 de enero de 2019

DOS HOMBRES CONTRA EL OESTE

(Wild rovers, 1971)

Dirección: Blake Edwards
Guion: Blake Edwards

Reparto:
- William Holden: Ross Bodine
- Ryan O’Neal: Frank Post
- Karl Malden: Walter Buckman
- Lynn Carlin: Sada Billings
- Tom Skerrit: John Buckman
- Joe Don Baker: Paul Buckman
- James Olson: Joe Billings
- Leora Dana: Nell Buckman
- Moses Gunn: Ben
- Victor French: Sheriff

Música: Jerry Goldsmith
Productora: Geofrey Production

Por Jesús Cendón. NOTA: 7,5

“Escucha Frank, encuéntrame a un vaquero, joven, viejo o de mediana edad, que tenga algo más de cuatro dólares en el bolsillo y yo te encontraré a un vaquero que dejó su oficio y se dedicó a robar bancos”. Ross Bodine a Frank Ross.



Hablar de Blake Edwards es hablar de un director dotado excepcionalmente para la comedia que firmó algunas de las páginas más brillantes de este género a finales de los años cincuenta y durante la década siguiente. Basta citar algunos ejemplos para darnos cuenta de la importancia de su legado: “Operación Pacífico” (1959), magnífica parodia de los filmes bélicos con Cary Grant recordando su papel en “Destino Tokio” (Delmer Daves, 1943); “La carrera del siglo” (1965), divertido homenaje al cine silente de la Keystone; y dos películas que convirtieron a Peter Sellers en estrella y en un referente del género “La pantera rosa” (1962) y “El guateque” (1968), probablemente su obra maestra.



La calidad de esta ingente producción, al igual que ha ocurrido con otros directores especializados en la comedia, como salvando las distancias Billy Wilder, ha ensombrecido su aportación notable a otros géneros. Así Edwards es el responsable de “Días de vino y rosas” (1962), una de las mejores aproximaciones rodadas en Hollywood sobre las consecuencias del alcoholismo en cuyo final, tan conmovedor como desolador, el protagonista ve a su mujer perderse en la oscuridad de la noche y, metafóricamente, del alcohol (1). Ese mismo año también rodó “Chantaje contra una mujer” (1962), notable thriller protagonizado por Glenn Ford y, al igual que la anterior película, Lee Remick; y un año antes dirigió la versión, algo edulcorada y censurada, de la excelente novela de Truman Capote “Desayuno con diamantes”; además de ser el principal responsable de la mítica serie policíaca “Peter Gunn” (1958-1961).



Precisamente a comienzos de la década de los setenta y coincidiendo con su etapa más errática y menos lograda desde el punto de vista artístico, Edwards realizó su única incursión en el wéstern. Un proyecto muy personal producido por su propia compañía, la Geofrey Production, bautizada con el nombre de uno de sus hijos al que reservó un pequeño papel en el filme; además de ser la primera vez que dirigía un guion escrito en solitario por él.



ARGUMENTO: Ross Bodine y Frank Post, dos cowboys asalariados en el rancho de Walter Buckman, tras la muerte de un compañero deciden escapar de sus vida miserable y asaltar un banco para, posteriormente, refugiarse en México. Sin embargo, perseguidos por los hijos de Walter, el resultado no será el deseado.



Se inicia un nuevo día y con él otra jornada tediosa para los cow-boys consistente en marcar reses, reparar alambradas, pastorear el ganado, desayunar; pero esa mañana ocurrirá un hecho desgraciado que transformará la vida de dos de ellos.



Así comienza un sentido wéstern de gran belleza y tono crepuscular en el que se puede rastrear la huella de dos filmes muy populares rodados en 1969: “Grupo Salvaje” y “Dos hombres y un destino”.



Por una parte se aprecia la influencia de “Grupo salvaje” (Sam Peckinpah), no sólo por el uso de la cámara lenta en las escenas de acción, con la intención de enfatizar la violencia; sino también en el propio esqueleto argumental del filme con unos bandidos perseguidos incansablemente por un grupo cuyos miembros no son superiores desde el punto de vista moral a ellos; e, incluso, en algunas escenas como aquella en la que Ross pasa la noche con una prostituta justo antes de participar en un sangriento tiroteo. Además, la elección como protagonista de William Holden cuya imagen, dos años después, estaba aún asociada a la de Pike Bishop, otro personaje maldito e inconformista enfrentado a la sociedad, no creo que fuera casual. A todo ello también hay que añadir la visión mítica de México como una arcadia que constituye, a la vez, la única esperanza y el último refugio de los protagonistas.



Por otra parte recuerda a “Dos hombres y un destino” (2). De hecho al igual que en la película dirigida por George Roy Hill estamos ante una buddy movie que nos narra una bella historia de amistad entre los dos personajes principales, con la particularidad de que uno de ellos, Ross Bodine interpretado excelentemente por un maduro William Holden (3), es un hombre en el otoño de su vida y como tal más experimentado, reflexivo y descreído; mientras que el otro, Frank Ross al que da vida un inaguantable Ryan O’Neal (3), es un joven de 21 años impulsivo, soñador y más inestable. A los largo del filme asistiremos al crecimiento de su amistad y a la resolución, siempre unidos, de cuantas complicaciones surjen en su periplo liberador, porque la camaradería es lo único que tienen y a ella se aferrarán para desafiar a las circunstancias adversas. Incluso su especial vínculo llegará a tornarse en una una especie de relación paternofilial.



Los profundos sentimientos entre ambos quedan perfectamente reflejados en dos secuencias. Aquella en la que Roos intenta extraer la bala de la pierna de Frank mostrando el dolor que le produce el daño que está ocasionando a su amigo; y otra en la que, después de haber hecho todo lo posible para salvar la vida de Frank, Ross se da cuenta del fallecimiento de su compañero y le sigue hablando mientras le cubre delicadamente con la manta; pocas veces se ha mostrado con tanta poesía, sensibilidad, sencillez y naturalidad la muerte de un personaje en el cine.



En realidad nuestros antihéroes no dejan de ser dos ilusos que por primera vez creen poder engañar a su destino tomando las riendas de su existencia. El sino, por tanto, se convierte en uno de los temas del filme, apreciándose respecto a esta cuestión la influencia del cine negro, en general, y de Fritz Lang , en particular, en cuyos tres wésterns este aspecto estaba presente, sobre todo en “Espíritu de conquista” (1941).



Así, como en el cine del maestro alemán, el filme se caracteriza por un determinismo pesimista, con unos personajes que se verán arrastrados por el único delito que han cometido en sus vidas y cuyo destino estará marcado desde el inicio por una serie de circunstancias tan casuales como adversas: John, uno de los hijos de su patrón, les sigue al pueblo la noche del robo pensando que van a visitar a la nueva prostituta, un puma esa misma noche ataca a uno de los caballos retrasando su huida y una intrascendente partida de póquer marcará el principio del fin de los bisoños ladrones.





Igualmente de influencia “langiana” es el enfrentamiento del individuo contra una sociedad injusta (las diferencias entre la opulencia de la familia Buckman y la miseria de sus asalariados se ponen de manifiesto en el inicio del filme al simultanear el desayuno de unos y otros) e hipócrita (los maridos pueden engañar a sus esposas con prostitutas pero está prohibido hablar de casas de tolerancia en la mesa). Así, el robo del banco será en realidad un asalto, por parte de ambos amigos, al sistema que contribuye a perpetuar su pobreza. Incluso, dado el año de producción, que corresponde a una época convulsa y de ambiente contestatario para los EEUU en la que se cuestionaron sus pilares fundamentales, no es descabellado hacer una lectura marxista del filme en clave de lucha de clases. Así Ross y Frank, cowboys y por tanto pertenecientes a la clase proletaria, se atreven a cuestionar el orden establecido y se enfrentan a las estructuras del poder reivindicando su libertad. Mientras Walter y sus hijos, propietarios del rancho y miembros de la clase capitalista, serán los encargados de perseguirles y acabar con su “revolución” para restablecer el orden y la confianza en el sistema. Aunque estos últimos también pertenecen a una época pretérita y, realmente, tan sólo el empleado del banco y su mujer, símbolos del capitalismo incipiente y de la nueva era, se beneficiarán del robo al apropiarse de los tres mil dólares que Roos les dejó con el objeto de que Walter pudiera abonar la paga a sus vaqueros.



En el debe de la película hay que anotar cierta irregularidad, su dispersión, un montaje en algunas ocasiones poco afortunado (5) y sobre todo un segundo arco argumental, el clásico enfrentamiento entre ganaderos y pastores de ovejas, de escaso interés y nula relación con el resto de la cinta salvo para acentuar su carácter crepuscular y mostrarnos el fin de una época y de los habitantes que la poblaron, representados por Walter Buckman (interpretado por un desaprovechado Karl Malden), un ganadero despótico y tiránico, el típico hombre hecho a sí mismo para el que la mujer sólo tiene como objeto criar hijos; y por el patriarca del clan de los ovejeros del que apenas se nos aporta información, salvo el odio profesado a Walter.





Sin embargo, estos defectos se olvidan durante la visión de la cinta al regalarnos Edwards un conjunto de escenas de gran belleza y extraordinariamente rodadas como las dos señaladas anteriormente que resaltan la profunda relación de amistad entre los protagonistas; la de la partida de póquer, con una perfecta planificación y una graduación de la tensión magistral hasta desembocar en el explosivo final; y, sobre todo, la de la doma en la nieve de un caballo salvaje en la que se combinan imágenes a cámara lenta con el precioso tema principal compuesto por Jerry Goldsmith, por una vez sustituto del colega del director Henri Mancini. Secuencia que muestra a nuestros protagonistas felices y, por primera vez, tomando simbólicamente, al igual que con la yegua, las riendas de sus vidas.



Filme, por tanto, intimista y de ritmo pausado en el que Blake Edwards, frente a las escasas pero contundentes escenas de acción, prima y da mayor importancia a aquellas centradas en la relación establecida entre los dos vaqueros quienes son retratados, pese a sus defectos, con un enorme cariño por lo que al espectador no le cuesta empatizar con ellos, olvidando su condición de ladrones y deseando que por una vez se conviertan en ganadores y puedan realizar su sueño con la compra de un pequeño rancho en México. Son, en realidad, dos seres que buscan un nuevo comienzo en un mundo en descomposición pero que comprobarán cómo al final del camino sólo les espera una bala.



“Dos hombres contra el Oeste” es, pues, una crónica sentimental desprovista de toda épica sobre los hombres corrientes que habitaron el Far-West. Un gran wésten crepuscular filmado inmediatamente antes de precipitarse el género por un pozo de oscuridad durante casi dos décadas, en el que el director asume la teoría de Roos cuando contesta a una pregunta de Frank sobre si teme a la muerte: “Sí, un poco, pero no pierdo el tiempo pensando en ello. No hay nada en este mundo por lo que merezca la pena discutir, pues todo está predestinado desde arriba. No podemos hacer nada, salvo algún detalle para creer que llevamos las riendas”.



(1) Curiosamente Billy Wilder había rodado en 1945 “Días sin huella”, un extraordinario filme sobre la misma temática por el que su protagonista, Ray Milland, obtuvo el Oscar.

(2) Las evidentes similitudes con esta película supongo que no se le escaparon al encargado de titularla en castellano.

(3) El personaje de Ross Bodine puede considerarse como el testamento cinematográfico del actor en este género ya que posteriormente tan sólo rodaría un wéstern más, el insustancial “Los vengadores” (Daniel Mann, 1972).

(4) Ryan O’Neal gozaba de una gran popularidad en el momento de rodar la película al haber protagonizado un año antes “Love story” (Arthur Hiller), un melodramam romántico de gran éxito.

(5) Juzgada con severidad por la crítica cinematográfica, la película fue masacrada en su estreno cortándose media hora de su metraje original de 136 minutos. La versión editada en DVD dura 124 minutos por lo que, quizás, parte de los defectos apuntados en esta reseña se deban a no haber podido ver la versión íntegra.