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miércoles, 25 de enero de 2017

INFIERNO DE COBARDES

(High Plains Drifter - 1972)

Director: Clint Eastwood
Guion: Ernest Tidyman

Intérpretes:
- Clint Eastwood: El extranjero 
- Verna Bloom: Sarah Belding 
- Marianna Hill: Callie Travers 
- Mitchell Ryan: Dave Drake
- Stefan Gierasch: Jason Hobart
- Jack Ging: Morgan Allen
- Geoffrey Lewis: Stacey Bridges 
- Anthony James: Cole Carlin 
- Dan Davis: Dan Carlin 
- Billy Curtis: Mordecai 
- Ted Hartley: Lewis Belding

Música: Dee Barton

Productora: Malpaso Company
País: Estados Unidos

Por: Xavi J. PruneraNota: 8

Sarah Belding a El extranjero: "Dicen que un muerto no descansa si en su tumba no está escrito su nombre"

SINOPSIS: Un misterioso jinete llega, en 1870, a la ciudad fronteriza de Lago. Tras matar a tres malhechores que le increpan sin apenas despeinarse, Dave Drake y Morgan Allen (propietarios de la compañía minera de Lago) contratan al forastero para que proteja la ciudad ante la inminente llegada de tres pistoleros que acaban de salir de la cárcel y que pretenden vengarse de quienes los encarcelaron. El extranjero accede al trato, pero siempre y cuando se haga todo a su modo.


Obviamente, el primer western dirigido por Clint Eastwood no es un trabajo redondo. Ni redondo, ni irreprochable ni excepcional. Aún así “Infierno de cobardes” me parece —sin lugar a dudas— un estupendo esbozo preliminar de lo que serán las posteriores y superiores “El fuera de la ley”, “El jinete pálido” y “Sin perdón”. Y solamente por eso, por ser el primer film de un poker de westerns de tantos quilates, ya merece la pena que lo tengamos en cuenta y que lo valoremos en su justa medida.


Me gustaría destacar, por de pronto, la enorme influencia de Sergio Leone en particular y del Spaghetti Western en general en este primer western dirigido por Eastwood. No solamente por las concomitancias argumentales que podemos constatar sino, sobre todo, por los múltiples paralelismos estilísticos. Me estoy refiriendo —por ejemplo— a ese “extranjero” que tanto nos recuerda al “hombre sin nombre” de la trilogía del dólar, a esa estética feísta tan clara y meridiana o a esa violencia y amoralidad que planea sobre la peli en todo momento.


Naturalmente, también podemos descubrir en “Infierno de cobardes” rasgos y detalles que nos hacen pensar en Don Siegel, la otra gran referencia cinematográfica de Eastwood. Sobre todo en ese humor negro, en ese espíritu perverso y/o morboso y en esa forma de rodar —quizás porque fue, también, un extraordinario montador— tan ágil y directa. Pero no sólo en Siegel y Leone se apoya Eastwood. Básicamente porque Eastwood es de aquellos directores con una mochila cinéfila considerablemente abultada. De aquellos directores que se han empapado de cine clásico a diestro y siniestro. De Ford, Walsh, Hawks, Wellman, Zinneman, Ray, Mann y hasta de Peckinpah. Y eso se nota, obviamente, en su forma de narrar y en todos esos rasgos y detalles que nos remiten a westerns como “Incidente en Ox-Bow”, “Solo ante el peligro”, “Raíces profundas” y tantos otros. Pero lo bueno de Eatwood es que su cine —pese a su innegable clasicismo— tiene, entre otras cosas, sello propio. Algo que podemos constatar si analizamos sus cuatro westerns en conjunto y que empezamos a visualizar, precisamente, en “Infierno de cobardes”. Así pues, dejémonos de prolegómenos y vayamos al grano.


Aparentemente “Infierno de cobardes” es un western más. Con situaciones, elementos y lugares comunes (tiroteos, torturas, duelos, traiciones, venganzas, pistoleros, malhechores, sheriffs, caciques, barmans, mujerzuelas, barberos, enterradores, predicadores y demás) absolutamente característicos del género. Pero si algo hay en este primer western de Eastwood que lo hace único y especial es —sin lugar a dudas— ese espíritu de cuento gótico y fantasmagórico que lo convierte en una verdadera rareza del género. Un espíritu que ya percibimos desde los títulos de crédito iniciales —con esa línea del horizonte que fluctúa y reverbera a consecuencia del calor— y que da paso a la aparición desde la nada de un siniestro y polvoriento jinete que se dirige a un pueblecito que se encuentra situado a orillas de un gran embalse: Lago.


Ese componente fantástico —entre sobrenatural y onírico— es, pues, lo que más me fascina de este western. Me fascina porque no resulta habitual encontrar este tipo de componente en un western normal y corriente. Pero me fascina, sobre todo, porque con ello Eastwood nos obliga a pensar, a indagar, a interrogarnos… ¿Quién es en realidad ese misterioso forastero? ¿Por qué se asusta al oír el chasquido del látigo al entrar en el pueblo? ¿Por qué destila odio por los cuatro costados? ¿Por qué se comporta como un tirano? ¿Qué lo relaciona con las imágenes del flashback? Y aunque —en teoría— la conversación final entre el prota y Mordecai frente a la tumba del Sheriff Duncan debería desvelarnos la respuesta a todas esas preguntas, lo cierto es que Eastwood se muestra deliberadamente ambiguo durante toda la peli. Una ambigüedad que junto a toda una serie de detalles muy bien pensados (me estoy refiriendo a lo de cambiarle el nombre al pueblo, pintarlo de rojo e incendiarlo) convierten el clímax de la peli en un espectáculo absolutamente apocalíptico y dantesco. Casi, casi de película de terror.


“Infierno de cobardes”, sin embargo, no solo es un western con tintes fantásticos o sobrenaturales. “Infierno de cobardes” es, también, un western con una clara y meridiana lectura moral. No en vano los habitantes de Lago son cómplices directos o indirectos de una tremenda injusticia: el vil asesinato del Sheriff Duncan. Y de alguna manera u otra el personaje encarnado por Eastwood —una especie de ángel exterminador— está allí para vengar ese asesinato y hacer justicia. Por eso mismo no se corta un pelo a la hora de maltratar y humillar a todos sus habitantes hasta límites que ni el mismo Spaghetti Western se había atrevido a traspasar. La degradación del sheriff y del alcalde o la violación (medio consentida, eso sí) de Callie Travers por parte de nuestro antihéroe constituyen, en este sentido, buenos ejemplos de esta serie de “castigos ejemplares”.


Lo dicho, pues: “Infierno de cobardes” es —a mi juicio— la célula madre de todos los westerns dirigidos por Eastwood. Una especie de “declaración de intenciones” muy parecida a lo que propuso Leone con “Por un puñado de dólares” que sentaría las bases de un libreto de estilo muy determinado y que iría perfeccionándose con el tiempo hasta cristalizar en una incontestable obra maestra. “Hasta que llegó su hora” en el caso de Leone y “Sin perdón” en el caso de Eastwood.


No me gustaría finalizar esta reseña, empero, sin mencionar la extraordinaria labor de profesionales como Dee Barton (“Escalofrío en la noche”, “Un botín de 500.000 dólares”) por esa música tan tétrica y desasosegante; Ernest Tidyman (“Las noches rojas de Harlem”, “The French Connection”) por esos magníficos diálogos y frases lapidarias; Bruce Surtees (“El último pistolero”, “El jinete pálido”) por esa fotografía tenebrista y opresiva y George Milo (decorador habitual de Hitchcock) por la construcción de ese infernal poblado en el Parque Nacional de Yosemite, California. Añadir, tan sólo, que John Wayne —tras ver la peli— escribió a Eastwood una carta recriminándole haber hecho trizas con esta peli el espíritu del viejo oeste norteamericano. Una carta que quizás truncó, definitivamente, un viejo sueño para muchos aficionados al género: un western protagonizado por ambos. Lástima.

martes, 3 de enero de 2017

EL JARDÍN DEL DIABLO

(Garden of Evil - 1954)

Director: Henry Hathaway
Guión: Frank Fenton

Intérpretes:
- Gary Cooper: Hooker
- Susan Hayward: Leah Fuller
- Richard Widmark: Fiske
- Hugh Marlowe: John Fuller
- Cameron Mitchell: Luke Daly
- Rita Moreno: Cantante
- Víctor Manuel Mendoza: Vicente Madariaga

Música: Bernard Herrmann

Productora: Twentieh Century-Fox
País: Estados Unidos

Por: Jesús CendónNota: 8

"El Jardín del Diablo, si el mundo hubiese sido hecho de oro, los hombres se dejarían matar por un puñado de tierra" (Hooker al final de la película mientras el sol desaparece tras las montañas)


Henry Hathaway está considerado como un artesano, un director todoterreno capaz de sacar a flote cualquier proyecto que se le encargara en todo tipo de género. En esta ocasión se enfrentó a un filme que le permitió satisfacer su tendencia a rodar en parajes naturales al tratarse de una mezcla de western itinerante y película de aventuras, género al que había aportado filmes del nivel de las colonialistas “Tres lanceros bengalíes” (1934) y “La jungla en armas (1939), ambas protagonizadas curiosamente por Gary Cooper.

Así, la historia de un grupo de aventureros contratados por una mujer para rescatar a su marido atrapado en una mina de oro en el profundo México, le sirvió a Hathaway para sacar el máximo partido al Cinemascope, de hecho es el primer western filmado en este formato inaugurado con “Como casarse con un millonario” de Jean Negulesco (1953), al estar rodada en unos paisajes agrestes.


Y es el marco físico en el que se desarrolla la acción por su singularidad uno de los mayores aciertos del filme. Si en la primera escena nos topamos con el mar, pocas veces visto en un western, y con un barco del que desembarcan los protagonistas masculinos, la mayor parte de la película se desarrolla en un México caracterizado por su exuberante y frondosa vegetación que contrasta con la visión dada por la mayoría de los westerns como un país desértico; mientras que la mina, meta del viaje, se encuentra situada en un paisaje lunar en el que destaca la iglesia prácticamente enterrada, debido a las erupciones volcánicas, lo que dota al filme de una atmósfera fantasmagórica.


Otro aspecto notable de la película son sus sobresalientes diálogos, cargados de frases lapidarias, obra de Frank Fenton, autor de la aclamada novela “Un lugar en el sol” (nada que ver con el excelente melodrama de George Stevens), que predominan, sobre todo, en la primera parte de la película coincidiendo con el viaje de ida a la mina y durante la breve estancia en esta. Los magníficos diálogos compensan en parte la falta de ritmo en este tramo en el que ya aparece la amenaza latente de los apaches que se manifestará durante el regreso de los protagonistas y constituirá, junto con la codicia de algunos de los personajes y el deseo sexual que despertará en ellos Leah, el principal peligro que deberá solventar el grupo de aventureros.


También llaman la atención las constantes referencias religiosas: se cita a Salomé, uno de los personajes es crucificado, otro asaetado cual San Sebastián, en otra secuencia de la película Hooker le dice a Leah: “Una cruz es siempre un buen recuerdo. Además todos llevamos una” y la labor de los misioneros cristianos está muy presente a lo largo del filme.

Igualmente destacable es la atípica banda sonora compuesta por Bernard Hermann que remite necesariamente a sus mejores composiciones para filmes dirigidos por Alfred Hitchcock y constituye otro de los aciertos de la película, a pesar de que sea más apropiada para un thriller que para un western.


El filme además contó con un grandísimo reparto. Al frente Gary Cooper como el taciturno (Fiske le llega a decir: “¿Ha tratado alguna vez de sacar sangre de una piedra? Pues es lo que trato de hacer yo con usted”), observador y juicioso Hooker; un exsheriff que se sentirá atraído por la desbordante personalidad de Leah. Nadie como él para transmitir la integridad y honradez de su personaje. Susan Hayward, con la que ya había trabajado Hathaway en el western noir “”El correo del infierno” (1950), borda un papel hecho a su medida de mujer fuerte y temperamental que, cual Salomé, atrae a los hombres a la muerte; el típico papel que siempre le gustó interpretar. Pero es Richard Widmark, inconmensurable, el que les “gana la partida” en el rol de Fiske, un jugador aparentemente cínico y frío que en el fondo alberga a un ser romántico y sensible; atraído también por Leah, aunque intente reprimirse y no manifestar sus sentimientos, se mostrará insólitamente generoso al final de la película (en la fecha en que se rodó el filme el actor ya alternaba roles negativos con papeles positivos). Junto a ellos Cameron Mitchell, que a pesar de sus dotes interpretativas nunca dio el definitivo paso al estrellato, como Luke un fanfarrón, visceral e impulsivo aventurero, antiguo cazador de recompensas, con una evolución negativa a lo largo de la película; Hugh Marlowe en el papel del torturado marido de Leah; y una joven Rita Moreno, actriz y cantante portorriqueña (“West side story”), deleitándonos con dos temas en la excelente escena inicial de la cantina.

Además el filme se cierra con uno de los finales más emotivos del western, que sintetiza el espíritu de este género, con una notable conversación mantenida por los dos protagonistas masculinos en la que Hooker muestra todo su respeto y admiración por Fiske.

Considerada como un western menor, cabe preguntarse, dados su nivel artístico y técnico, cómo deberíamos calificar al ochenta y cinco o noventa por ciento de los filmes rodados en la actualidad.

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Por: Xavi J. PruneraNota: 8 

Una de las peores cosas que te puede suceder en este blog es que Jesús te pise una reseña. Que se te anticipe, vaya. Básicamente porque, cuando eso ocurre, resulta casi imposible añadir nada interesante a lo que, minuciosa y acertadamente, ya ha expuesto mi compañero. Aún así, lo intentaré. Considero que el “El jardín del diablo” es un western tan atípico como interesante y, la verdad sea dicha, me apetece escribir sobre él. Y si me repito, pues nada, ya me disculparéis!!
 
Para empezar me gustaría dejar bien claro que la peli de Hathaway, más que un western, me parece una cinta de aventuras. En primer lugar porque el paisaje y el contexto geográfico que podemos observar al principio de la peli (con esas vistas al mar y esa frondosa y exótica jungla mexicana) ya nos aleja, a bote pronto, de la iconografía habitual del western. Y en segundo, porque si bien estamos acostumbrados a ver el rostro y la presencia física de Gary Cooper en numerosos y grandes westerns (“Solo ante el peligro”, “Veracruz”, “El forastero”, “El árbol del ahorcado”) no menos cierto es que su prolífico concurso en pelis de aventuras (“Beau Geste”, “La jungla en armas”, “Por quién doblan las campanas”, “Misterio en el barco perdido”) nos puede hacer creer, perfectamente, que “El jardín del diablo” es otra de ellas. Pero si algo me impulsa a catalogar este film como uno de aventuras es ese inicio tan y tan parecido, a mi juicio, a “El tesoro de Sierra Madre”, de John Huston. Uno de los más grandes exponentes del cine de aventuras que —paradójicamente— mi amigo Güido considera, en cambio, un western en toda regla.

Sea como fuere, “El jardín del diablo” no es un western más. Y aunque muchos lo puedan tildar de “menor”, yo creo —francamente— que posee virtudes más que suficientes para que cualquier espectador con un mínimo de criterio y sensibilidad pueda disfrutarlo intensamente. No sé, podría hablaros de su extraordinaria fotografía, de esas magníficas secuencias en el desfiladero, de sus memorables frases, del oficio de Hathaway, del carisma y aplomo de Cooper, del habitual buen hacer de Widmark, de la sensualidad de la Hayward o de ese antológico final con puesta de sol incluida. Pero eso ya lo ha mencionado antes y mucho mejor mi amigo Jesús. Así que voy a remitirme otra vez a lo que os comentaba al principio: lo que más me atrae de “El jardín del diablo” es, sin lugar a dudas, su ingrediente aventurero. Ese aire un tanto naïf que destila toda la peli, de principio a fin, y que me retrotrae, inexorablemente, a mis más tiernos inicios cinéfilos. Y eso, os lo puedo asegurar, es algo que no tiene precio.



lunes, 12 de diciembre de 2016

EL ROSTRO IMPENETRABLE

(One-Eyed Jacks - 1961)

Director: Marlon Brando
Guión: Guy Trosper y Calder Willingham. Basado en una obra de Charles Neider

Intérpretes:
- Marlon Brando: Johnny Río
- Karl Malden: Dad Longworth
- Katy Jurado: María Longworth
- Pina Pellicer: Luisa Longworth
- Slim Pickens: Lon Dedrick
- Ben Johnson: Bob Amory
- Larry Duran: Chico Modesto


Música: Hugo Friedhofer

Productora: Paramount Pictures
País: Estados Unidos

Por: Xavi J. PruneraNota: 8

Johnny Río: "¿Mi casa? Mi casa está donde dejo mi silla de montar"


SINOPSIS: Tras atracar un banco fronterizo, Johnny Río (Marlon Brando) es traicionado por Dad Longworth (Karl Malden), su compañero de fechorías, y a consecuencia de ello acaba detenido por los regulares mexicanos. Después de pasar cinco largos años en la prisión de Sonora, y ya libre, Johnny solo piensa en buscar a Dad y vengarse. Finalmente lo encuentra en Monterrey (México), donde Dad se ha convertido en un hombre respetable y ahora desempeña el cargo de Sheriff. Cuando conoce a Luisa (Pina Pellicer), la hijastra de Dad, Río decide posponer sus planes de venganza y seducir a la joven.


Aunque nunca sabremos qué hubiera sido de “El rostro impenetrable” si la hubiera dirigido Stanley Kubrick y la hubiera guionizado Sam Peckinpah (dos de los cineastas que quiso Brando para esta peli y que por diferentes motivos acabó descartando), lo que está claro —al menos por mi parte— es que el resultado final de esta larga, compleja y traumática producción fue, sin lugar a dudas, totalmente satisfactorio.


Naturalmente, soy muy consciente que este western tiene muchos detractores. En gran parte por su exagerado metraje (posiblemente le sobren quince o veinte minutos bien buenos) y, sobre todo, por el indisimulado narcisismo del propio Brando, que no supo ni quiso renunciar a ninguna de sus poses ni a ninguno de sus primeros planos favoritos.


Pero, aún así, me parece un gran western. Y me lo parece, en primer lugar, porque es un western estéticamente precioso. Porque no es habitual que un western se desarrolle a pie de playa y porque tampoco es habitual que un western cuente con un componente lírico tan significativo. Máxime cuando, además, ese impresionante mar embravecido que podemos observar en varias secuencias de la película posee —por si fuera poco— un rol metafórico (la pasión) absolutamente crucial en el desarrollo de la historia. Un mar azul que aún resulta más bello y espectacular cuando lo comparamos con el polvo o la arena del desierto mejicano, elementos que —del mismo modo— poseen un gran protagonismo en el inicio de la peli, cuando Dad y Río quedan a merced de los regulares tras el atraco y Dad sale a buscar ayuda con el único caballo del que disponen.


Aún así, uno de los grandes culpables de ese tono entre melancólico y crepuscular que evidencia “El rostro impenetrable” en todo momento es, sin lugar a dudas, el director de fotografía, Charles Lang Jr., quién no cejó hasta conferirle a la peli una pátina cromática muy particular.

  
Y aunque, como ya he dicho, es posible que a la película le sobren quince o veinte minutos, sigo creyendo —no obstante— que cuenta con un gran guión. No sólo porque considero que la historia es sumamente interesante (no en vano suma drama, romance, traición, venganza, y hasta un bonito duelo) sino porque tanto los personajes principales como los secundarios están muy bien definidos. Algo que no debería de extrañarnos en una peli (la única como director, por cierto) de Marlon Brando, un actor extraordinariamente metódico y perfeccionista. Por eso mismo confió precisamente en su amigo Karl Malden como pareja de baile (con quién ya había trabajado en “Un tranvía llamado deseo” y “La ley del silencio”, ambas de Elia Kazan) y por eso decidió que todos los personajes secundarios (Katy Jurado, Pina Pellicer, Slim Pickens, Ben Johnson y Larry Duran) tuvieran los diálogos y los minutos en pantalla necesarios. Sin restricciones de ningún tipo.




Para bien o para mal, sin embargo, este es un western “made in Marlon Brando”. Y aunque muchos digan que el duelo interpretativo lo ganó de calle Karl Malden, esa aura de misterio y magnetismo que desprende Johnny Río es absolutamente esencial para disfrutar de “El rostro impenetrable” como lo que realmente es: uno de los westerns más oscuros, místicos y atípicos de los 60. A mi parecer, por la gran complejidad y ambigüedad psicológica que muestra el personaje interpretado por Brando.


Como su título original indica (One-Eyed Jacks) Johnny Río personifica la J, esa carta de la baraja inglesa que muestra a una figura, de perfil, con un solo ojo. O lo que es lo mismo, las dos caras de una misma moneda. A veces antagónicas, duales, bipolares. Y a veces —también— herméticas, inescrutables, crípticas. Y de ahí, supongo, procede su libre traducción al castellano: “El rostro impenetrable”. El de un hombre dispuesto a cobrar venganza a toda costa pero que no dudará a esperar el tiempo que sea necesario para hacerlo en el momento oportuno.


Pero si “El rostro impenetrable” me parece un buen western es, sobre todo, por la gran cantidad de escenas que tiene para el recuerdo. Casi todas, además, impecables desde un punto de vista técnico o formal. Con buenos encuadres, angulaciones muy originales y esa fotografía a la que antes aludíamos, más tristona y macilenta de lo habitual.


Ah, y con esa preciosa banda sonora compuesta por Hugo Friedhofer, por supuesto. Me estoy refiriendo —por ejemplo— a la irrupción de los regulares en el burdel donde Dad festeja el exitoso atraco, a la detención de Johnny en el polvoriento desierto, a la llegada de Johnny a la casa de Dad en Monterrey, a la sesión de latigazos y al culatazo con el que Dad le destroza la mano a Johnny, al tiroteo en el bar con el hombre que maltrata a la mejicana, a la fuga de Johnny del calabozo o al espléndido duelo final entre Johnny y Dad.


Como podéis constatar, son unas cuantas. Y como ya os he dicho, muy bien rodadas. Solo por eso merece la pena ver este western. Sin prisas. Sin prejuicios. Sin manías. Yo creo, sinceramente, que el tiempo le ha hecho justicia a “El rostro impenetrable” y que, hoy día el western de Brando ya es —por derecho propio— una auténtica peli de culto.


 

miércoles, 9 de noviembre de 2016

CARAVANA DE PAZ

(Wagon Master) - 1950

Director: John Ford
Guion: Frank S. Nugent y Patrick Ford

Intérpretes:
-Ben Johnson: Travis
-Ward Bond: Elder Wiggs
-Joanne Dru: Denver
-Harry Carey Jr.: Sandy
-Charles Kemper: Shiloh Clegg
-Jane Darwell: Sister Ledyard
-Russell Simpson: Adam Perkins
-James Arness: Floyd Clegg

Música: Richard Hageman

Productora: RKO Pictures - Argosy Pictures
País: Estados Unidos

Por: Xavi J. PruneraNota: 8

No disparo a hombres. Solo a serpientes (Travis a Elder refiriéndose a los Clegg)



SINOPSIS: Travis y Sandy son dos jóvenes tratantes de caballos que aceptan guiar a un grupo de mormones desde el este del país hasta las fértiles tierras del valle de San Juan (California). Durante el viaje se les unirán un trío de artistas y curanderos ambulantes y un grupo de forajidos, los Clegg, a quienes persigue la justicia.



A caballo entre sus primeras obras maestras (“La diligencia”, “Las uvas de la ira”, “¡Qué verde era mi valle!”, “Pasión de los fuertes” o la trilogía de la caballería) y sus obras de madurez (“El hombre tranquilo”, “Centauros del desierto” o “El hombre que mató a Liberty Valance”), “Caravana de paz” no es, ni por asomo, uno de los grandes títulos de John Ford. Y no lo es por una sencilla razón: porque John Ford tiene obras maestras a mansalva. Como poco, diez mejores que ésta. O, al menos, mucho más conocidas.



También es posible que no la consideremos una obra maestra porque, obviamente, nos estamos refiriendo a un western de bajo presupuesto. Sin demasiados recursos, sin actores de relumbrón y pocas o nulas pretensiones. Aún así, “Caravana de paz” me parece —indudablemente— un gran western. Y me lo parece, entre otras cosas, porque sintetiza a la perfección lo que para John Ford era un western. Porque lo dirigió sin presiones, sin ataduras, sin imposiciones. Con total y absoluta libertad creativa. Y eso, naturalmente, se nota.



Precisamente, por eso, me gusta “Caravana de paz”. Porque esa simplicidad, esa naturalidad, esa ingenuidad que para muchos constituye el pequeño gran handicap de este western para mi es, paradójicamente, su pequeño gran acierto. Porque a veces, muchas veces, menos es más. Porque muchas veces las grandes historias, los grandes intérpretes y las grandes secuencias no nos permiten ver o apreciar detalles más banales o triviales en los que, precisamente, se encuentra la verdadera esencia de un cineasta. Como en “Caravana de paz”, por ejemplo. Un western cuyo escueto guión y modestos actores (todos ellos secundarios, por cierto, en otros films del maestro) no maquillan ni camuflan a un John Ford en estado puro. Espontáneo, desatado y libre como el viento.



Así pues, yo diría que el sencillo guión de esta peli (de cariz prácticamente semidocumental, por cierto) viene a ser —a mi juicio— como una especie de hábil pretexto para dar rienda suelta a las célebres constantes “fordianas” de su autor. A todas y cada una de ellas.



Empezando por ese espectacular Monument Valley donde Ford parecía sentirse como pez en el agua, continuando por ese gran sentimiento de pertenencia a una comunidad que simboliza la propia caravana y que tanto apreciaba Ford, prosiguiendo por ese inconfundible, peculiar y genuino sentido del humor que tan presente está en todas sus pelis y acabando por ese espléndido homenaje a los personajes secundarios de todos sus filmes a los que siempre respetó de forma cuasi religiosa. Máxime teniendo en cuenta, además, que los dos protagonistas principales de “Caravana de paz” (Ben Johnson y Ward Bond) fueron, habitualmente, secundarios en muchas otras pelis suyas.



Que lo más sorprendente o valioso de esta peli esté en los pequeños detalles (en las carretas vadeando el río, en un cubo llenándose de agua, etc…) y en aspectos total y absolutamente cotidianos (como el baile nocturno, por ejemplo) no significa —sin embargo— que “Caravana de paz” carezca de valores, digamos, más trascendentales. Y es que no olvidemos que una travesía de estas características debe poseer, naturalmente, un componente épico. No sólo porque en el trayecto pueden aparecer indios, sino porque también pueden aparecer forajidos y también puede escasear la comida y el agua.



Pero, básicamente, porque un viaje de este tipo requiere que tanto los caballos como los hombres tiren del carro. Los primeros, físicamente. Y los segundos, mental o espiritualmente. Algo que, sin lugar a dudas, harán este grupo de mormones. Gente de fe y convicciones a prueba de bombas. Y eso es, precisamente, lo que convierte esta larga y peligrosa peregrinación en una epopeya, en una odisea, en un auténtico éxodo. En una “road movie”, en definitiva, de claras e incuestionables resonancias bíblicas.



Ocho sólidas estrellitas, pues, para un western que reúne lo mejor de John Ford y que, pese a su modestia y cotidianeidad, también contiene la justa y necesaria proporción de violencia (sobre todo al principio y al final) que debe atesorar cualquier peli del oeste que se precie. Ah, y frases memorables también. La que encabeza esta crítica, por citar alguna, es un buen ejemplo.