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jueves, 7 de febrero de 2019

CAZADOR DE FORAJIDOS

(The tin star, 1957)

Dirección: Anthony Mann
Guion: Dudley Nichols

Reparto:
- Henry Fonda: Morgan Hickman
- Anthony Perkins: Sheriff Ben Owens
- Betsy Palmer: Nona Mayfield
- Michel Ray: Kip Mayfield
- Neville Brand: Burt Bogardus
- John McIntire: Dr. Joseph Jefferson McCord
- Mary Webster: Millie Parker
- Peter Baldwin: ZekeMcGaffey
- Lee Van Cleef: Ed McGaffey
- Russell Simpson: Clem Hall

Música: Elmer Bernstein
Productora: Pelberg-Seaton Production

Por Jesús Cendón. NOTA: 8

“Yo no soy la ley, pero trabajo dentro de ella por dinero. Igual que usted si se dedica a un negocio legal” Morgan Hickman al dueño del banco.


La década de los cincuenta fue la época más sobresaliente como cineasta para Anthony Mann, sobre todo gracias al ciclo de wésterns protagonizado por James Stewart (tres de estos wésterns se debieron a la pluma de Borden Chase) y a “El hombre del Oeste”, filme protagonizado por Gary Cooper pero que entronca estilístca y temáticamente con la serie Mann-Stewart. Esta década la cerró con “Cimarron” (1960) remake del filme homónimo y ganador de tres Oscars, incluido mejor película y mejor guion, dirigido en 1931 por Wesley Ruggles. Una cinta de gran presupuesto que anuncia las costosas superproducciones rodadas en tierras españolas financiadas por Samuel Bronston en las que se embarcaría en la década siguiente: “El Cid” (1961), cinta de aventuras ambientada en la Baja Edad Media a la que dio tratamiento de wéstern, y “La caída del imperio romano” (1964), espectacular película histórica basada en el clásico de Edward Gibbon “The History of the Decline and Fall of the Roman Empire".



La trascendencia de los seis wésterns citados, acogidos con entusiasmo por la crítica europea, que lo convirtieron en uno de los maestros de este género además de un gran renovador del mismo, y el éxito y popularidad alcanzados con los filmes rodados para Bronston han eclipsado el resto de su filmografía; desde sus noirs, actualmente objeto de revisión, rodados en los años cuarenta en los que fue forjando las características de su cine y lo convirtieron en uno de los máximos exponentes del denominado docu-noir, hasta otras películas que rodó en los años cincuenta entre las que destacan, además de la bélica “Las colinas de los diablos de acero” (1957) y la adaptación de la novela de Erskine Caldwell “La pequeña tierra de Dios” (1958), tres extraordinarios wésterns: “La puerta del diablo” (1950), una de las primeras cintas abiertamente proindias rodadas en Hollywood, “Las Furias” (1950), tragedia griega ambientada en el Lejano Oeste, y el filme objeto de esta reseña.



ARGUMENTO: Morgan Hickman, un cazador de recompensas, llega a un pequeño pueblo reclamando el dinero ofrecido por un pistolero al que ha matado. Allí conocerá a la viuda Nolan y a su hijo, al mismo tiempo que el sheriff novato del lugar, tras enterarse de que lució en el pasado la estrella de latón, le pide ayuda para lograr pacificar el territorio. El contacto con estos tres personajes le hará replantearse su vida.



“Cazador de forajidos” fue el resultado de la apuesta decidida de la Perlsea Company, compañía creada en 1951 por el productor William Perlberg y el director George Seaton (1) a quienes llegó un extraordinario guion, nominado al Oscar, de Dudley Nichols, escritor habitual de John Ford en la década de los cuarenta. La historia tenía como protagonista a un cazador de recompensas, personaje, a diferencia de Europa, no excesivamente explotado en el wéstern americano (2) que, además, presentaba importantes diferencias con la figura prototípica de los eurowésterns; ya que si en estos, siguiendo el arquetipo creado por Sergio Leone en “La muerte tenía un precio” (1965), se caracterizaba por su amoralidad y el deseo de obtener un rédito económico a cualquier precio, en el wéstern que nos ocupa se nos presenta como un hombre con principios morales muy sólidos, convertido en el brazo armado de la ley y necesario para pacificar el Oeste.




Además fue el único wéstern producido por la Perlsea, una película rodada en blanco y negro y, salvo en el último tramo, con la ciudad como marco en el que se desarrolla el drama por lo que llama la atención que encargarán su dirección a Anthony Mann cuyas películas del Oeste más famosas se habían caracterizado por el uso del color y de la naturaleza como elementos dramáticos de primer orden. En todo caso, el director californiano filmó una cinta muy personal en la que volvía a reflexionar, acorde con la propia evolución de la población estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial y el conflicto de Corea, sobre la violencia y sus terribles resultados; al mismo tiempo que retomaba a un personaje reconocible en su filmografía. Así, Morgan Hickman (impresionante en su naturalidad Henry Fonda, adueñándose de cada una de las escenas gracias a su profunda mirada, sus gestos apenas perceptibles y sus pausados movimientos), presenta importantes semejanzas con Howard Kemp de “Colorado Jim” (1953), puesto que es un hombre desencantado con sus conciudadanos y, por extensión, con el ser humano al haber sido abandonado cuando más lo necesitaba por aquellos por los que se jugaba la vida diariamente, teniendo esta actitud consecuencias trágicas para su familia. Se ha convertido en un individuo profundamente individualista, como Jeff Webster en “Tierras lejanas” (1954), rompiendo toda relación con la sociedad y, al igual que le ocurría a Will Lockhart en “El hombre de Laramie” (1955), se ha transformado en un inadaptado sin ningún tipo de arraigo. Incluso a lo largo de la película evolucionará de forma similar a Glyn McLyntock en “Horizontes lejanos” (1952), aunque desde posiciones iniciales diferentes ya que Glyn es un pistolero que, tras expiar sus pecados, ansía ser aceptado como uno más por sus compañeros de viaje buscando en ese lejano horizonte su deseado hogar; mientras que Morgan ha renunciado voluntariamente a la protección de una sociedad porque rechaza vivir en un mundo basado en la falsedad, un mundo que en la actualidad le desprecia sin conocerlo y por el que siente repugnancia. Tan sólo su encuentro con Ben, un joven sheriff, y con Nona y su hijo Michel le devolverá la confianza en el ser humano. Así, al final de ambas películas, Glyn se convertirá en el hombre que nunca fue mientras que Morgan volverá a ser aquel que siempre había sido.



Su evolución queda perfectamente plasmada en las escenas inicial y final del filme. Son dos secuencias, concebidas de forma similar con planos largos y la cámara acompañando al protagonista a través de la utilización de travellings, en el que lo vemos llegar y abandonar el pueblo. Pero mientras en el arranque Morgan simboliza la muerte al irrumpir junto con el cadáver de un pistolero atravesado en un caballo, provocando la desconfianza de los ciudadanos que le escoltan a lo largo de las calles; en la última escena marcha en un carromato junto con Nona y Michel, siguiéndole igualmente los vecinos, aunque en esta ocasión como muestra de agradecimiento y a modo de reconocimiento por su labor. El hijo pródigo ha vuelto y la sociedad, como un buen padre y tras reconocer haber actuado injustamente con él, le vuelve a acoger en su seno; brindándole una nueva vida al haber encontrado el ex sheriff en Nona y su hijo los sustitutos de la familia que en su día perdió por la falta de auxilio de sus convecinos.



Pero hasta llegar a este final el tándem Mann-Nichols nos ha dibujado un retrato severísimo y descarnado de la sociedad norteamericana del siglo XIX. Una población, representada en la fuerzas vivas como el alcalde, el banquero o los comerciantes, caracterizada por su hipocresía, racismo, egoísmo e intolerancia respecto al diferente. Unos individuos capaces de despreciar a la misma persona a la que posteriormente pedirán ayuda cuando la necesiten.



Sin duda quien mejor encarna a esta sociedad enferma es el propietario del banco que pasará de menospreciar a Morgan, tratarlo con arrogancia y una supuesta superioridad moral y prácticamente exigirle abandonar el pueblo una vez cobrada la recompensa, mostrando el rechazo que siente por los hombres que viven de esa forma, a no sólo pedirle su ayuda sino, incluso, a ofrecer una recompensa muy jugosa por la cabeza de los asesinos de un vecino muy querido.



Incluso, tras la muerte del mencionado vecino, también quedarán desacreditados los pacíficos ciudadanos del pueblo, convertidos en una auténtica jauría dispuesta a incumplir la ley linchando a los autores del crimen, y siendo fácilmente manipulables en su forma de actuar por el matón local. De nuevo, Mann y Nichols, ponen en una balanza los valores morales de un marginado, ya que Morgan hizo todo lo posible por capturar a los dos pistoleros con el objeto de que tuvieran un juicio justo, y los de los miembros de la comunidad, que tan sólo quieren saciar su sed de venganza; además de introducir un nuevo tema que enriquece el filme: el respeto a las instituciones y a la ley junto a sus procedimientos es básico para el desarrollo de la sociedad e, incluso, imprescindible para impartir justicia y crear, de esta forma, un mundo verdaderamente libre y armónico.

De este sombrío retrato tan sólo se libran, además del protagonista, cuatro personajes.




- Ben Owens (magníficamente interpretado en su cuarta película por Anthony Perkins), un joven, impulsivo e inexperto sheriff pero honrado, tenaz, firme defensor de la ley y con principios muy superiores al resto de los habitantes del pueblo. Sin duda Morgan se reconocerá en él cuando tenía su edad. Poco a poco el veterano cazador de recompensas y el joven hombre de ley se irán acercando y se establecerá una especie de relación maestro-alumno en la que el pistolero no sólo enseñara a disparar al bisoño sheriff, sino también el resto del oficio. Morgan, consciente de que su aventajado alumno debe recorrer el camino de la vida en solitario, le mostrará su apoyo aunque siempre se situará en un segundo plano obligándole a actuar sin su protección para ganarse el respeto de la población. Así lo hará en el primer enfrentamiento de Ben con Burt, el matón del lugar, y, sobre todo, cuando un grupo de ciudadanos capitaneados por Burt pretendan asaltar la cárcel y linchar a los dos detenidos. Únicamente cuando su discípulo consiga controlar la situación por sí mismo accederá a la petición reiterada de Ben de prenderse la estrella de latón y se situará tras él actuando como su ayudante; pero previamente le habrá dado un consejo fundamental para controlar a la turba: “Verá, una jauría es tan fiera como su líder. Sólo tiene que vencer a un hombre”.



Aunque no sólo Ben aprenderá de su improvisado maestro, sino que Morgan, gracias a la determinación de este, comprenderá que estaba equivocado y que no puede basar el resto de su vida en una continua huida hacia adelante; de ahí la frase con la que se despide de su amigo cuando este le pide que se quede: “Ya lo ha aprendido todo. Y yo de usted. Un hombre no debe huir de su obligación”.



- Nona Mayfield (quizás el papel hubiera requerido una actriz con algo más de carisma que Betsy Palmer (3) y su hijo Kip, víctimas de los prejuicios raciales de la población cuando su único pecado ha consistido en el matrimonio de la primera con un indio, fruto del cual nació Kip. Con un pasado doloroso, malviven marginados a las afueras de la ciudad de los trabajos que Nona obtiene como costurera. Ambos se convertirán en refugio de la torturada alma de Morgan y en la posibilidad de disponer de una segunda oportunidad.





- El doctor Joseph Jefferson McCord, al que da vida un magnífico John McIntire, que personifica las principales virtudes del ser humano: bondad, sabiduría, entrega, raciocinio, abnegación, sacrificio. Protagonizará involuntariamente una de las mejores escenas del filme, desde el punto de vista de la planificación, con la entrada de su carricoche en el pueblo mientras la población le espera expectante para celebrar con él su cumpleaños.





Además la película visualmente es una maravilla. Mann, con la ayuda inestimable del operador Loyal Griggs (“Los diez mandamientos”, “Raíces profundas”) saca el máximo partido del formato VistaVision, un nuevo sistema creado por la Paramount para frenar la competencia de la televisión, volviendo a demostrar su pericia técnica y su maestría a la hora de componer las escenas en las que la ilimitada profundidad de campo juega un papel fundamental, como ocurre en los dos enfrentamientos entre Ben y Burt; al mismo tiempo que coloca la cámara en el lugar exacto en cada secuencia de la película. Muestra de su habilidad es la escena en la que sitúa la cámara en la oficina del sheriff enfocando la calle por la que se acerca Ben, con un travelling hacía atrás sigue constantemente al sheriff hasta que entra en la oficina y finaliza el plano secuencia girando la máquina para encuadrar tanto a Ben como a Morgan, que le estaba esperando en el interior del edificio. Incluso vuelve a utilizar un espejo, recurso muy querido por el director desde sus filmes noir, para mostrar en un mismo plano al espectador, como si este fuera Morgan, los acontecimientos que está observando Ben y su reacción.






“Cazador de forajidos” es un wéstern espléndido que, como la estrella de su título original, brilla con luz propia gracias a una extraordinaria dirección de Anthony Mann, un guion de Dudley Nichols soberbio, de gran profundidad y con diálogos sobresalientes, magníficas interpretaciones de todos los actores, incluidos los malvados Neville Brand y Lee Van Cleef, y una adecuada partitura musical de Elmer Bernstein, prácticamente debutante en el género; por lo que, a pesar de haber recibido un menor reconocimiento que otros wésterns de su director, es de obligatoria visión para todo aficionado.


(1) El guionista y director George Seaton y el productor William Pelberg tras un breve período en la Columbia, recalaron en la Twenty Century Fox en la que el segundo produjo varios filmes del primero y se convirtió en su gran protector. En 1951, ya en el seno de la Paramount, crearon su propia compañía con el nombre de Perlsea Company, también conocida como la Perlberg-Seaton Production, con la que produjeron títulos, la mayoría filmados por Seaton, tan destacados como “La angustia de vivir” (1954), por la que Seaton obtuvo su segundo Oscar al mejor guion, “Los puentes de Tokio-Ri” (1954), melodrama ambientado en la guerra de Corea protagonizado por William Holden y Grace Kelly, “Enséñame a querer” (1958), deliciosa comedia con Clark Gable, o “Espía por mandato” (1962), gran película de espionaje que les volvió a reunir con William Holden.

(2) Entre los escasos filmes estadounidenses centrados en el personaje del cazador de recompensas podemos destacar “Colorado Jim” (Anthony Mann, 1953), aunque en esta película su ocupación tenía carácter temporal, “El cazador de recompensas” (André De Toth, 1954), en el que Randolph Scott actuaba como un hombre de la ley y colaboraba con la Agencia Pinkerton, “Cabalgar en solitario” (Budd Boeticher, 1959), de nuevo Randolph Scott pero actuando en esta ocasión fundamentalmente por motivos personales, o “Quinientos dólares, vivo o muerto” (Spencer Gordon Bennet, 1965), en el que Dan Duryea sufría una profunda transformación.

(3) Betsy Palmer desarrolló su carrera fundamentalmente en televisión y se hizo mundialmente famosa interpretando a la madre de Jason en el clásico slasher “Viernes 13” (Sean S. Cuningham, 1980). 

jueves, 21 de junio de 2018

LAS FURIAS

(The Furies, 1950)


Dirección: Anthony Mann
Guion: Charles Scheene

Reparto:
Barbara Stanwyck: Vance Jeffords
Walter Huston: T. C. Jeffords
Wendell Corey: Rip Darrow
Gilbert Roland: Juan Herrera
Judith Anderson: Flo Burnett
Thomas Gomez: El Tigre
Beulah Bondi: Mrs. Anaheim
Albert Dekker: Mister Reynolds
John Bromfield: Clay Jeffords
Wallace Ford: Scotty Hislip

Música: Franz Waxman.
Productora: Wallis-Hazen Production. (USA)

Por Jesús Cendón. NOTA: 8

“Has encontrado un nuevo amor en tu vida, amas tu odio. Bueno, si tienes paciencia y voluntad tal vez sea lo que necesitas para vivir. Espero que eso te baste, porque el odio no ha dejado lugar para nada más en tu vida. Y te habla alguien que odia al mismo hombre que odias tú ahora”. Rip Darrow a Vance Jeffords en el momento de culminar su venganza contra T. C. Jeffords.


1950 fue un año clave en la carrera de Anthony Mann. Por una parte accedió a filmes con presupuestos más holgados, abandonando definitivamente el cine de serie b en el que se había formado, sobre todo a través de los noir actualmente objeto de estudio y reivindicación; mientras que por otra parte supuso su encuentro e idilio con el wéstern, género por el que es mundialmente conocido al haberse convertido en un director fundamental en su desarrollo y evolución.


Así en este año rodaría tres películas del Oeste: “La puerta del Diablo”, uno de los primeros wésterns marcadamente pro indio en el que denunciaba los abusos e injusticias cometidos por el gobierno de los EEUU con la población autóctona del país; “Winchester 73”, con el que inició su indispensable ciclo de cinco películas con James Stewart de las que tres fueron escritas por Borden Chase, y el filme que nos ocupa.


ARGUMENTO: T. C. Jeffords, un gran terrateniente, dirige despóticamente su rancho bautizado como Las Furias. Con él viven sus hijos Clay, un pusilánime, y Vance, que ha heredado el carácter dominante de su padre y mantiene una relación ambigua y malsana con él. La llegada de la prometida de T. C. desencadenará el drama al revelarse como una competidora de Vance.


La película fue fruto del empeño personal del legendario productor independiente Hall B. Wallis recientemente divorciado de la Warner Brothers por desaveniencias surgidas con la major tras el éxito obtenido por “Casablanca”. Wallis fue un hombre de cine caracterizado tanto por su meticulosidad y férreo control de las producciones como por la confianza depositada en valores emergentes (Anthony Mann, Kirk Douglas o Burt Lancaster).


Impresionado por la novela de Niven Busch, encargó al gran guionista Charles Scheene (“Río Rojo”, “Caravana de mujeres”) su adaptación cinematográfica y confió en Anthony Mann, como ya he comentado un director curtido en el noir, para su realización.


Sin duda en el filme se aprecia la intervención de ambos escritores. De Niven Busch se percibe su querencia por los dramas familiares con fuertes tensiones de carácter freudiano que la entroncarían tanto con “Duelo al sol”, filme dirigido en por King Vidor en 1946 basado igualmente en otra novela suya, como con “Perseguido”, cinta realizada por Raoul Walsh en 1947 de cuyo guion fue responsable; mientras la huella de Charles Scheene se advierte en la importancia de los personajes femeninos convertidos en el elemento catalizador del drama.


En esta ocasión, además, ambos escritores tuvieron muy presente la mitología clásica. Así la particular y compleja relación de T. C con su hija, marcada por la profunda admiración de la segunda por su progenitor y en la que Vance de hecho ha sustituido a su madre, remite claramente al mito de Electra; mientras que el nombre del rancho que da el título a la película, como muy acertadamente señala Alberto Delgado en la crítica que en su día hizo para la edición en DVD, coincide con el nombre de unos demonios de la mitología romana asimilados de las figuras de las Erinias griegas (tres personificaciones femeninas de la venganza encargadas especialmente de castigar los pecados cometidos contra la familia). Así, el destino de T. C. Jeffords vendrá determinado, como si fueran las figuras griegas citadas, por la actuación y los sentimientos de tres mujeres: su hija Vance, su prometida Flo y la matriarca del clan Herrera.


El resultado es una película singular e inclasificable que si bien se puede encuandrar dentro de este género por su inscripción espacio-temporal (Nuevo México en 1870), estéticamente es más cercana al cine negro. Sobresaliendo, en este apartado, la brillante labor de fotografía nominada al Oscar de Victor Milner, con abundantes escenas desarrolladas con escasa iluminación, en consonancia con el tono sombrío del filme, al suceder los acontecimientos al amanecer, al atardecer o por la noche. Mientras que desde el punto de vista temático es más próxima al melodrama al narrar una historia de ambición, enfrentamiento, pasión, celos y venganza familiar; venganza que no consistirá, como es habitual en el wéstern, en el aniquilamiento físico del oponente sino en la realización de una serie de maniobras financieras por parte de Vance y su expretendiente Rip, aprovechando los problemas de liquidez de T. C. Jeffords, con el objeto de arruinarlo y adueñarse de sus propiedades.


El punto de inflexión en la relación entre el magnate y su hija, cuyo amor deteriorado al no aceptar ninguno de los dos a sus respectivos pretendientes se tornará definitivamente en odio, se produce con el linchamiento de uno de los personajes. Una dramática secuencia marcadamente expresionista, tanto por la iluminación como por la composición de la misma, en la que el director nos muestra los hechos sin necesidad de enfatizarlos con la banda sonora, al mismo tiempo que utiliza magistralmente desde el punto de vista dramático el fuera de plano. Extraordinaria escena precedida por otra no menos sobresaliente en cuya composición cobra importancia un espejo, elemento fundamental en el cine noir de Mann, y en la que demuestra su magisterio para crear suspense; en esta ocasión, a través de unas tijeras que porta Vance mientras recibe una noticia tan inesperada como desagradable.


Película, por tanto, de contenido denso y profundo requería de unos actores a la altura de sus complejos personajes y quizás en el elenco escogido radique una de las escasas debilidades del filme.


Wallis volvió a confiar en la pareja, compuesta por Barbara Stanwyck y Wendell Corey, que protagonizó su filme inmediatamente anterior, “El caso de Thelma Jordan” (un notable drama criminal dirigido por Robert Siodmak ese mismo año); pero el desequilibrio entre ambos actores es evidente.


Barbara Stanwyck ofrece una actuación memorable como Vance, transmitiendo de forma natural los complejos sentimientos de su personaje. Estamos ante una mujer de fuerte carácter que admira de forma enfermiza a su padre (de hecho busca un marido que se asemeje a él) y ha reemplazado en el rancho a su madre fallecida. En este sentido cobra gran importancia la escena de presentación de Vance en el cuarto de su madre para a continuación, al entrerarse de la llegada de su progenitor, bajar de forma majestuosa la escalera de la mansión con un vestido de esta. Comenzará a distanciarse de su padre con la llegada de su prometida, relación que desde el primer momento rechazará, y, sobre todo, al comprobar que Flo pretende ocupar su puesto, relegándola tanto en el corazón de T. C. como en la dirección de Las Furias a un segundo lugar.


Sin embargo, Wendell Corey, un actor con escasa entidad y recursos expresivos muy limitados, nos ofrece una actuación algo envarada como Rip Darrow, un individuo frío, calculador, mezquino y codicioso que no dudará en utilizar a Vance enamorándola y, posteriormente, humillándola para conseguir sus objetivos, vengar la muerte de su padre a manos de T. C. y recuperar la franja de terreno perdido que en la actualidad forma parte de Las Furias. Personaje obsesionado por recuperar la propiedad perdida, afirmará que: “No estaré satisfecho hasta que un hijo mío sea propietario de Las Furias”. Advertencia que me hace cuestionar el aparente final feliz del filme. Una lástima la elección de este actor porque, sin duda, un actor como Arthur Kennedy, por poner un ejemplo, hubiera sido perfecto para interpretar a Rip.


Junto a ellos Walter Huston, soberbio como T. C. En su último papel para el cine (moriría antes de estrenarse el filme) nos brinda una actuación briosa y llena de energía de un personaje tozudo y megalómano capaz de igualarse a Napoleón, figura a la que admira (en su despacho tiene un busto, junto al suyo, del emperador francés). Es un auténtico señor feudal, propietario de bienes y personas, que dirige de forma despótica su rancho. De hecho son constantes las alusiones comparándole con un monarca. Así Rip llegará a señalar: “Veo a la servidumbre pero no al rey”; mientras que en el tramo final de la cinta doblega a un toro para demostrar que él es el único rey de Las Furias. Al igual que Rip es otro personaje obsesionado por la propiedad, llevándole a afirmar ante su hijo que a pesar de querer profundamente a su madre no fue capaz de estar junto a ella en el momento de su muerte por no poder soportar que algo que le pertenecía desapareciera. Particular forma de entender el matrimonio también presente en Darrow cuando le comenta a Vance: “No me pidas que sea tu esposo. Si nos casamos, tú serás mi mujer”.


Igualmente destacables son las interpretaciones de Judith Anderson (la inolvidable señora Danvers de “Rebeca”) y de Gilbert Roland, actor mejicano asentado en Hollywood desde la época silente.


La primera encarna a Flo, la prometida de T. C. y futura madrastra de Vance. Una intrusa en el mundo creado por el padre y su hija que precipitará el drama. Estamos ante otro ser codicioso que, bajo una apariencia amable, pronto descubrirá sus cartas: sustituir en todos los ámbitos a la hija de T. C. para lo que no dudará en manipular de forma inteligente a este. Así son reveladoras tanto la escena en la que rasca a su futuro marido la sexta vertebra, mimo habitual realizado por Vance a T C, como aquella en la que se la ve sentada en el despacho de su marido ocupándose del funcionamiento del rancho. Anthony Mann, no obstante, le reserva una secuencia entrañable y patéitca a la vez en la que muestra, una vez vencida y con el rostro desfigurado, su lado más humano al rechazar prestarle a T. C. la ayuda económica solicitada porque eso supondría su condena a la más absoluta soledad.


Gilbert Roland ofrece un rendimiento muy alto como Juan Herrera. Una actuación plena de naturalidad en la que abandonó su habitual personaje de latin lover para interpretar a un individuo tan noble como trágico, contrapunto de la vileza representada por el resto de los actores del drama. Amigo desde niño de Vance y eterno enamorado, le llega a confensar refiriéndose a ella que: “He estado enamorado tanto tiempo que, me guste o no, estaría perdido sin estarlo”. Su relación con la hija de T. C. es tan estrecha y de tal pureza que cada vez que se ven celebran una especie de comunión laica compartiendo un pedazo de pan, comunión que simboliza su unión espiritual.


En definitiva, “Las Furias” es un filme complejo y oscuro sobre un mundo despiadado habitado por seres caracterizados por su ambigüedad moral que a lo largo de la cinta mostrarán sus tinieblas interiores. Una película que, a pesar de perder algo de intensidad en su último tercio y del extraño giro final, se encuentra entre las mas destacadas de Anthony Mann, uno de los mejores directores de la denominada segunda generación estadounidense, por lo que es indispensable su reivindicación con el objeto de rescatarla del olvido en el que se encuentra.



jueves, 22 de febrero de 2018

EL HOMBRE DEL OESTE

(Man of the West, 1958)

Dirección: Anthony Mann
Guion: Reginald Rose

Reparto:
- Gary Cooper: Link Jones
- Julie London: Billie Ellis
- Lee J. Cobb: Dock Tobin
- Arthur O’Connell: Sam Beasley
- Jack Lord: Coaley
- John Denner: Claude
- Royal Dano: Trout
- Robert J. Wilke: Ponch

Música: Leigh Harlan
Productora: Ashton Production y Walter Mirisch production (USA). Distribuida por la United Artits

Por Jesús Cendón. NOTA: 9

“Ha debido de ser un movimiento reflejo. Es que yo pensaba que si faltaba usted acabarían también conmigo” (Sam explicando a Lynk la razón por la que se interpuso en el camino de la bala dirigida al expistolero).


Filme del mítico productor independiente Walter Mirisch (“Wichita”, “La gran prueba”, “Fort Masacre”, “El sheriff de Dogce City”, “Los siete magníficos”), y distribuido por la United Artits (política habitual de esta “major” caracterizada por encargarse de la distribución de filmes producidos por otras compañías más modestas) en la que se dieron la mano, en su única colaboración, dos grandes figuras del wéstern clásico: Gary Cooper y Anthony Mann.



El actor sólo en la década de los cincuenta trabajaría con gran parte de los más destacados directores en este género: Raoul Walsh en “Tambores lejanos” (1951), una especie de traslación de su gran éxito bélico “Objetivo Birmania” (1945) al universo del wéstern; Fred Zinnemann con “Sólo ante el peligro” (1952), película, reseñada en este blog, por la que obtuvo el Oscar y supuso la revitalización de una carrera algo alicaída; André De Toth en “El honor del capitán Lex” (1952); Hugo Fregonese en “Soplo salvaje” (1953), un wéstern contemporáneo situado en un país sudamericano que le volvió a emparejar con Barbara StanwycK; Henry Hathaway en “El jardín del diablo” (1954), también reseñada, una extraordinaria mixtura entre película del Oeste y filme de aventuras; Robert Aldrich con “Vera Cruz” (1954), igualmente con su correspondiente reseña en este blog, un wéstern fundamental para el desarrollo del género tanto en los EEUU como en Europa; Delmer Daves en “El árbol del ahorcado” (1959), película del Oeste muy original basada en una novela corta de la especialista Dorothy M. Johnson; o el propio Anthony Mann.



Por su parte el director nacido en San Diego, tras un “período de aprendizaje” en la década de los cuarenta con una serie de producciones de serie b e independientes enmarcadas dentro del noir (las más que notables “La brigada suicida”, “Ejecutor”, “Orden: caza sin cuartel” codirigida por Alfred L. Werker, “Border Incident” o “Side Street”, entre otras), se había convertido en uno de los máximos exponentes de este género gracias al ciclo de cinco películas rodadas con James Stewart como protagonista (todas ellas con su correspondientes reseñas en este blog). Además de habernos ofrecido otros wésterns de un nivel altísimo como el pro indio “La puerta del diablo”, también reseñado, y “Las furias”, tragedia griega ambientada en el Far-West, ambas rodadas en 1950; y “Cazador de forajidos” (1957), romántica aproximación a la figura del cazador de recompensas.



ARGUMENTO: Tras el asalto al tren en el que viajaba y una vez abandonado a su suerte, Lynk Jones junto a Billie, una cantante, y Sam, un tahúr, emprende el camino de vuelta a casa. Durante el trayecto los tres llegarán a un rancho aparentemente deshabitado, primitivo refugio de Lynk en su época de pistolero, donde se toparán con los antiguos miembros de su banda. Desde ese momento comenzará el juego por la supervivencia.



Si hay una palabra que define a “El hombre del Oeste” es innovación, ya que Anthony Mann se anticipó no sólo al wéstern norteamericano de finales de la década de los sesenta, sino incluso a las películas del Oeste filmadas en Europa, con esta historia de supervivencia a través de la cual nos describe un Oeste habitado por bandidos sanguinarios, coristas, tahúres y padres de familia de oscuro pasado muy alejado de la visión romántica aportada por el wéstern estadounidense clásico.



Una visión desmitificadora que, de forma natural, supone la culminación del camino emprendido con su ciclo de películas protagonizadas por James Stewart en el que nos mostró un Oeste nada heroico a través de personajes complejos cuyas motivaciones oscilaban entre el enriquecimiento personal y el sentimiento de venganza.



De hecho en este filme retoma temas tan habituales en la cultura anglosajona como los relativos a la segunda oportunidad y a la redención, ya presentes en “Horizontes lejanos”. Así Link Jones, un extraordinario y ajado Gary Cooper al que su enfermedad (fallecería tan sólo tres años después) le confirió una mayor autenticidad, se puede entender como un trasunto de Glyn McLyntock, el personaje interpretado por James Stewart en la nombrada “Horizontes lejanos”. De esta forma si Glyn, antiguo pistolero deseoso de abandonar su vida, debía demostrar su arrepentimiento y la sinceridad de sus sentimientos a los miembros de la comunidad para poder ser aceptado como un miembro más, a Link lo conocemos perfectamente integrado: es un hombre respetable, casado, padre de dos hijos y goza de la confianza de los habitantes de su pueblo, de tal forma que es el encargado de llevar una suma importante de dólares durante un largo viaje para contratar a una maestra. El proceso de redención de Glyn-Link aparentemente se ha consumado al haber sabido aprovechar el antiguo pistolero su segunda oportunidad.



No ocurrirá así con la corista (la actriz y cantante Julie London) que verá cómo se desvanecen sus intentos de cambiar de vida al lado del hombre del que se ha enamorado al no poder ser correspondida por Link. Mientras que Sam Beasley, un fullero caracterizado tanto por su egoísmo como por su cobardía y capaz de proponer a Link huir abandonando a Billie a su suerte en manos de la banda de forajidos, se redimirá en un acto tan heroico como suicida.



Y he hablado de aparente redención de Lynk porque para culminarla deberá enfrentarse a su pasado y terminar con él para siempre. Pasado representado por su tío y los miembros del grupo de forajidos que este capitanea y al que Lynk perteneció en su día. Son unos individuos con escaso presente y nulo porvenir, tan muertos como la ciudad fantasma en la que tendrá lugar el enfrentamiento final. Una larga escena que, por su magistral dirección, montaje y planificación, se sitúa entre los mejores momentos del wéstern y en la que destaca el duelo entre los dos primos cuyo embrión lo encontramos en el enfrentamiento final de “Tierras lejanas”; además de violar en ella Anthony Mann, como ya había hecho en otra secuencia anterior, el Código Hays que no permitía mostrar en el mismo plano al personaje que disparaba y al que recibía el disparo.



Hasta llegar a ese momento culmen, Lynk, para sobrevivir, deberá hacerse pasar por el marido de Billie, encontrándonos con otro de los temas centrales del filme, la impostura. No sólo ambos personajes van a simular estar casados sino que descubriremos que en el aparente bondadoso padre de familia anida un violento expistolero; mientras que Billie, la corista, en su día fue maestra, vida por la que siente añoranza, además de desear ante todo encontrar un buen hombre con el que fundar una familia; y el cobarde Sam (en una gran interpretación del actor de carácter Arthur O’Connell) se comportará en un momento decisivo con un gran arrojo. En definitiva, nadie es quien parece ser.




Es en su parte central en la que el filme presenta ciertas semejanzas con otra producción de 1958, el notable wéstern de John Sturges “Desafío en la ciudad muerta”; pero pienso que este lo supera al poseer Anthony Mann una mayor capacidad para indagar en los rincones más oscuros del alma sin acudir, para ello, a aburridos y pretenciosos discursos, sino tan sólo mostrándonos el comportamiento de Lynk y el de los miembros de la banda de forajidos. Un grupo decadente, sangriento y brutal a cuya cabeza se encuentra su tío Doc Tobin (inconmensurable Lee J. Cobb), un forajido que sueña con recuperar un pasado de esplendor que, quizás, nunca existió. Personaje duro e implacable, se mostrará realmente dolido con Lynk, al que había criado como un hijo, por haberlo abandonado y así le recriminará en un momento dado: “Eras algo muy mío ¿A qué vino eso de abandonarme?”; mientras que Claude, hijo de Doc y primo de Lynk, le reconocerá a este que cuando dejó a Doc vio a su padre llorar. Junto a Doc y su hijo Claude se encuentran Coaley, encarnado por el televisivo Jack Lord (Hawai 5-0), un pervertido sexual caracterizado por su sadismo; Ponch, al que da vida el habitual de este tipo de producciones Robert J. Wilke, tan fuerte como corto de entendederas; y el mudo Trout con querencia por la violencia, interpretado por el no menos habitual Royal Dano.




En consonancia con este “grupo salvaje” la película desprende una violencia y una crudeza inusual para la época, destacando dos escenas memorables. La brutal eutanasia a manos de Coaley de uno de los miembros de la banda que había resultado herido, con una magistral utilización del fuera de campo y del silencio como elementos dramáticos de primer orden; y el obligado striptease de Billie mientras que Link se ve amenazado por un cuchillo puesto en su garganta. Secuencia de la que suscribo el comentario del novelista José María Guelbenzu al definirla como una de las más violentas, dramáticas y tensas que ha dado el cine.



Película, por tanto, dura, sombría y amarga, “El hombre del Oeste” se configura como la cumbre cinematográfica de un extraordinario director, gran renovador de este género en la década de los cincuenta, por lo que su visión es obligada para cualquier amante del cine.